lunes, 30 de junio de 2008

Canción del día: Jorge Drexler - Milonga paraguaya





verbena
Originally uploaded by qvark
Cierras los ojos, una vez más.

El calor de Sevilla se hace insoportable por momentos, pero una leve brisa se cuela por la ventana y te hace volver a la vida. Y mueve la cortina un poco, suavemente, tanto que hasta dudas de que sea la cortina la que se mueve y no un mareo provocado por el calor que huye de tu cara.

Cierras los ojos. Y escuchas las notas de la guitarra. Puedes verlo, puedes ver claramente al guitarrista paseando sus dedos por el acero y el nylon, presionando suavemente los trastes, pellizcando junto al puente, flotando por el mástil, subiendo el ritmo para luego dejarlo decaer.

El bar está casi vacío. Una pareja charla en una esquina de la barra junto a un par de copas de licor. Apenas se distinguen sus siluetas bajo la tenue luz cálida ambiental que les deja entrever. La chica deja escapar una risa de ojos entreabiertos hacia su amante mientras le busca los ojos. Y los encuentra. Y él le devuelve la mirada, sosteniéndola. Se provocan en silencio. Saben muy bien lo que se cuece, saben lo que les espera cuando el sueño les invada.

Puedes ver ahora al pianista. Tiene los ojos cerrados. Deja caer su cabeza mientras aprieta los párpados en un arranque de la melodía, como si el peso de su cabeza ayudara a sus dedos a empujar la nota que emana directamente desde el centro de su corazón. Ahora eleva de nuevo la cabeza, sin dejar que los ojos se abran. Mece su cabeza.

Entre las notas se descubre a lo lejos el murmullo de la orilla que viene y va. Y los grillos. El aire se deja visitar por nubes de sal y arena, pinares verdes y carbón quemado.

Con los ojos cerrados, una vez más. Y el calor de Sevilla se vuelve soportable por momentos.

jueves, 27 de marzo de 2008

tibio de primavera


El vagamundo
Originally uploaded by Odelot

Mi bicicleta avanza lentamente, escalando poco a poco el puente que me llevará a casa. Son ya las once menos veinte de la noche y la calle está desierta. Únicamente un coche se atreve a perturbar el silencio que me rodea. El sonido de su caucho contra el asfalto me huele a calle mojada.

La ciudad entera cae pesadamente en un sueño tibio de primavera. El olor a azahar se mezcla con el hollín y el polvo que respiran los carteles publicitarios.

Allá abajo, un tren que acaba su jornada se arrastra suavemente a su andén, deslizándose en una curva y acompañado por el rítmico golpeteo de sus ruedas de hierro al pasar por el cambio de agujas. Allí dormirá hasta mañana al amanecer. O antes.

Al otro lado del puente veo la estación, libre ya del alboroto que la inundaba hoy sin descanso. Allá a lo lejos brillan dos torres puntiagudas y más allá, a su derecha, otra torre más grande, cuadrada y también puntiaguda, se levanta solemne por encima de los tejados.

Un chico le tira un palo a su inquieto perro, que mueve el rabo alegre mientras salta y salta, poseído por su instinto ciego, persiguiendo el palo y apresándolo entre sus dientes, para luego traérselo a su dueño, su amigo, su igual.

Y me doy cuenta de que ahora mismo, mi casa es Sevilla. Al menos ahora, y al menos mi casa.