sábado, 12 de noviembre de 2005

la tapa de la mermelada

En estas frías mañanas de otoño me pido en la cafetería del hospital mi mollete calentito con mantequilla y mermelada -de melocotón casi siempre, de fresa a veces. Dispuesto a disfrutar de mi desayuno, me siento en una mesa cerca de la tostadora. Todo va bien hasta que llega la mermelada. En ese preciso momento el mundo a mi alrededor se para y toda mi atención se centra en ese pequeño trozo de plástico relleno de deliciosa aunque pegajosa confitura, cubierto con un papel. Hay algo entre ese papel y yo que no acaba de cuajar. Tal vez esos 15cm² de celulosa reforzada con una finísima capa de plástico metalizado fueran en su vida anterior algo o alguien que experimentase una fuerte animadversión hacia mi persona, no sé. El caso es que entre nosotros el karma no fluye como debiera, la mente no logra vaciarse, las varillas de incienso se apagan por la mitad sin más y llueve justo después de lavar el coche.

¿Por qué? Tal vez no se deja querer, o tal vez no logro saber cómo quererla. Siempre he tratado de sacar lo mejor de mí cada vez que nuestras almas se han encontrado, cada vez que nuestros caminos se han cruzado. En esos momentos experimento esa extraña sensación, mezcla de euforia y miedo, de pasión y odio, que eleva mi adrenalina hasta cotas inimaginables de locura desenfrenada. Pero me contengo. Y lo consigo. El pulso nunca me ha temblado, la suavidad de la yema nunca se ha visto quebrada por la ingratitud punzante de la uña. He puesto todo mi cariño y ternura en cada instante, en cada milímetro, en cada curva. Aplicando la justa proporción de presión y dulzura para que la experiencia fuera plena para ambos. Mimo, tacto, comprensión...

Pero nunca ha sido posible. Tarde o temprano llegaba un momento en el que no podía más. La tensión acumulada en su piel llegaba a ser tan grande que sucumbía toda ella, convirtiéndose el mágico momento en intensa agonía, en sentimiento de pérdida irreparable, como atleta que cae en el sprint final, rotas sus fibras...

Entonces, tras la frustración inicial, el desengaño daba paso a la desesperación. No, otra vez no, ¿Por qué yo? ¿Por qué nosotros?.No lo entendía. Pero la situación tampoco entendía de lamentos. Había que actuar y rápido, retirar los restos del fallido intento, intentando que el desencanto no manchase mis manos. Aceptar la derrota con la cabeza alta, y confiar en un próximo encuentro que acabase con esta espiral de inestabilidad, aquel encuentro que por fin equilibrase nuestro espíritu.

Y ese encuentro llegó hoy. Como tantas otras veces, me preparé física y mentalmente para el momento. Vaciar la mente, calentar las manos. Respirando hondo, sin prisa, pero sin pausa. Que fluya... y fluyó.

Ya se deja querer, o ya sé cómo quererla. Por fin he conseguido llegar hasta su corazón, por fin hemos entendido que esto es cosa de dos y que, como mortales que somos, tenemos nuestras limitaciones. Yo y el papel somos incompatibles. Otros a mi alrededor, otros que están en mesas no tan cerca de la tostadora, ellos pueden ser compatibles con el papel. Pero yo no. Ella lo entendió, y decidió poner fin a la situación. Ha cambiado la frialdad de la celulosa por la calidez del aluminio. A partir de hoy ella acudirá a nuestros encuentros vestida de aluminio. De un aluminio terso, suave, homogéneo todo él, sin tapujos, sin concesiones a las teorías de resistencia de materiales. Un aluminio donde todo vale, donde el fuego sustituye a la razón, donde los instantes no existen porque el tiempo deja de tener sentido. El aluminio nos ha hecho libres, por fin, y nuestra existencia cobra sentido. Nuestros encuentros son ahora una armonía de sensaciones sin límite, un caballo salvaje galopando sobre la arena de una playa jamás antes pisada, la serenidad del ruiseñor vibrando en el corazón de la tempestad.

Y las varillas de incienso nunca más se apagarán por la mitad sin más.